José Manuel Mójica Legarre*
Escritor nacido en Castiliscar en 1955, es según algunos medios de comunicación, uno de los últimos aventureros.
Hijo único de una familia humilde, inició su educación con una beca del P.I.O. (Principio de Igualdad de Oportunidades) hasta graduarse como bachiller, iniciando sus estudios en la Escuela de Artes y Oficios Artísticos de Zaragoza en la que nunca se graduó ya que ingresó como voluntario en el Ejército del Aire. Tras hacer el curso de Paracaidistas, se enroló en La Legión en la que no terminó de cumplir su contrato.
Incansable viajero, estudió cocina en Francia y, durante casi toda su vida ha trabajado como Chef en diferentes países, de manera intermitente, ya que sus inquietudes hicieron que no fuera capaz de quedarse nunca mucho tiempo en un mismo lugar. Sus contactos en el sur de Francia con tribus Romanís, Manouches y Tsiganes en general, le impulsó a iniciar un trabajo sobre las Leyes de los Pueblos Romanís.
A lo largo de su vida ha trabajado, además , como dibujante, cantautor, director-locutor del programa de radio “Una hora de más” en Radio Santa Marta de la Cadena Radial Colombiana, Caracol. Redactor en el diario «El Informador» de Santa Marta, guía turístico y algunas otras ocupaciones.
Viajero y escritor
Durante una larga estancia en Sudamérica, viajó al interior de la selva colombiana donde pudo conocer y estudiar, viajando desde Puerto Inírida hacia el interior de la jungla, a una tribu de indios Puinave, Hombres hormigas, y después, una vez en territorio venezolano, pudo intimar con los indios Pemones y con los Yanomami ya en la frontera entre Brasil y Venezuela. El conocimiento que adquirió sobre las costumbres de estos pueblos primitivos, que aún conservan un liderazgo moral, le indujo a encontrar paralelismos entre los reglamentos y costumbres de los pueblos no integrados en las sociedades modernas; en ese momento retomó el trabajo que había iniciado a propósito de las Leyes Romanís.
De vuelta en Europa trabajó como Chef de Cocina en España y publicó su primer libro de investigación “La Gastronomía en tiempos de San Francisco de Javier” por encargo de la Sociedad Cultural Baja Montaña/Mendi Behera, de Sangüesa, (Navarra). Siguiendo a ésta, otras obras escritas:«La Cocina Medieval en la Villa de Sos del Rey Católico», Ayuntamiento de Sos del Rey Católico, Zaragoza 2006.
«La llama frente al huracán. El testamento del patriarca», Edición: Aqua 2007.
«Con la mirada de un dios cobarde», Edición: Aqua 2007.
«Cocina Medieval y Renacentista», Edición: Aqua 2008.
«6 Años con el diablo. Génesis», Edición: Aqua 2008.
«FRASCUELO. ¡Se lo juro padre; volveré a las Cinco Villas!», Edición: Aqua 2009.Segunda Edición marzo de 2009.
«Radiografía de un delirio», Edición: Aqua 2010.
«Recettes de cuisine a travers les ages», Edición: Aqua 2010.En enero de 2008 funda con el editor José Vela y el ingeniero José Rabassov, la Asociación Cultural El Tintero, cuya primera tarea fue convocar el Primer Certamen literario «Rosendo Tello» dirigido a los autores noveles de narrativa. Este certamen tiene como premio la publicación de la obra ganadora. En Mayo de 2010, recibió la medalla de honor de la ciudad francesa de Marmande, siendo nombrado, de manera honorífica, «Embajador de las Cinco Villas», en dicha ciudad.
______________________________________________________________
COMARCA DE LAS CINCO VILLAS:
EL SECRETO MEJOR GUARDADO DE ARAGÓN
«El paisaje se conquista con las suelas de los zapatos, no con las ruedas del automóvil». (William Faulkner)
¿Alguna vez han buscado fotografías de paisajes en internet?
Si disponen de tiempo tecleen “paisajes” en su buscador y contemplen las imágenes más vistas: una sinfonía de verdes, de agua, de montañas y praderas cubiertas de hierba. Mirando esas instantáneas retocadas mil veces con programas informáticos, muchos pensarán que la descarnada tierra de las Cinco Villas no puede competir en belleza con las idílicas imágenes que aparecen en la red; sin embargo, cuando se camina por sus trochas, cuando los pasos suenan con cadencia monótona sobre sendas y caminos rompiendo un silencio de siglos, la naturaleza primigenia parece desnudarse ante nosotros con la seca violencia de lo real, sin afeite alguno, con la misma sinceridad de la que hacen gala sus pobladores: los cincovilleses. Parcos en palabras, acostumbrados a pelear de igual a igual con una tierra que siempre se ha mostrado reacia a entregar sus frutos a quienes con tanta devoción y empeño la han trabajado, gentes que tienen como único reloj al implacable sol y como voluble dueña de su fortuna a la lluvia que siempre se complace en hacerse de rogar más de lo que es deseable.
En los paisajes de las Cinco Villas, tierra aquejada de una sed ancestral apenas mitigada por algunos ríos de poco caudal, el tímido roce del Ebro y el canal de las Bardenas, caben todos los excesos que se puedan imaginar; desde el raquítico matojo que parece romper las arcillosas tierras de la Bardena Negra para sacar sus desnutridas ramas al sol, pagando con su soledad el precio de ser libre y único, hasta la desmesura del colosal pino de Sora que puede proteger con su sombra a un centenar de personas; desde las resecas venas minerales que recorren la agrietada piel de las sierras apenas protegidas por manchas de pinos, hasta el sobresalto de paz plateada que nos deja en el alma el pozo Pigalo en Luesia; desde los campos del Saso de Ejea, ordenados como en un tablero de ajedrez cuyos escaques aparecen rojos de tomates o verdes de pimientos, hasta la anárquica coral verde de pinos que parecen querer arrojarse al pantano de Yesa para calmar su sed de siglos.
Esta comarca, castigada sin piedad tanto por los asfixiantes calores veraniegos como por las heladas inclementes, siente pasar sobre su reseca corteza el filo hiriente del cierzo y su piel se estremece mientras espera la llegada de la tenaza ardiente del bochorno y, al igual que esta tierra acostumbrada a los extremos, sus gentes, ni saben amar con mesura, ni han aprendido a callar lo que sienten.
Cuando se ven carteles turísticos invitando a la gente para que visite una zona en especial, los artistas de la publicidad se esfuerzan en buscar imágenes impactantes para tratar de convencer a los posibles clientes que no pueden dejar de dar una vuelta por el destino que ofrecen. Los destinos turísticos de las cinco Villas no necesitan ser vendidos ni maquillados con Photoshop porque, en verano, son como un grito en el horizonte que hace girar la cabeza para mirarlos y descubrir su sincero atractivo, representan la perfección de lo austero, o lo más acogedor que pueda ofrecer la sencillez y, al caer de la tarde, andado ya el camino en un día caluroso, nos brinda su abrazo la sombra fresca de enrevesadas callejas medievales, en intrincadas juderías de piedra labrada por las manos de hábiles canteros que aprendieron su oficio, hace muchos siglos, de los maestros constructores llegados de Francia; en invierno, los Pirineos nevados juegan a ser el decorado de un escenario en el que tirita la soledad árida de los paisajes, blanqueados por una escarcha testaruda que amenaza con meternos el frío en el alma para que a la hora del ocaso, ese premio que regala el día a quienes han tenido el valor suficiente para vivirlo en plenitud, nos reconfortemos con vino y embutido de la tierra al amor de una chimenea cuyo fuego chisporrotea llenando la estancia de aromas que, a los más mayores, nos llevan del olfato hacia otros tiempos en los que la cadiera era el centro de la vida familiar entre trébedes y pucheros.
Castiliscar. Antiguo Castillo Liscare
Pero la comarca de las Cinco Villas no es solo una colección de paisajes sinceros porque al ser territorio de extremos no podía faltar el contraste de lo más antiguo con la modernidad. Si digo que esta tierra que me vio nacer es un catálogo de la historia de Aragón, más de uno esbozará una sonrisa tachándome in mente de exagerado; sin embargo las huellas de romanos y musulmanes, los castillos y juderías, sestean cerca de los pueblos de colonización cerca de las modernas calles de Ejea, mientras el ordenador y el teléfono móvil conviven en armonía con los toques de campana para llamar a la población a combatir un incendio o para anunciar la muerte de un vecino. Sí, las Cinco Villas son parte importante de la historia porque sólo la inexcusable función de vigilar y protegerse de un enemigo próximo podía justificar la fundación de pueblos en un entorno desapacible en invierno, asfixiado por el sol en verano, a veces sobre un terreno tan seco que sólo el sudor de los agricultores, cayendo con la monotonía de un metrónomo en los surcos sedientos, es capaz de completar la humedad necesaria negada por la escasa lluvia para conseguir arrancarle los frutos a esta tierra huraña, poco predispuesta al regalo y siempre malhumorada bajo el crudo filo de la navaja empuñada por el cierzo; pero, con el mismo tesón, con la misma tozudez que empezaron a trabajar la tierra los primeros habitantes se afanan los de hoy en día aguantando estoicamente las inclemencias del clima, ignorando las dificultades y superando las trabas de los ingratos campos de labranza.
+José Mójica, (de Babil). Bien recordado por sus obras pétreas
Las piedras originales de las antiguas casas, las murallas de los castillos, que todavía sustentan el peso de los sillares varias veces reparados, tienen mucho que contar de la historia de una tierra que ha vivido con orgullo, con fiereza, su calidad de enclave fronterizo y muchas de ellas conservan todavía, como tatuajes imborrables, las cicatrices de las incursiones y de los enfrentamientos ocurridos en tiempos regidos por el fanatismo religioso y la intolerancia, como si estos mudos espectadores de la estupidez humana, de sus triunfos, de sus fracasos, quisiesen dejar grabado un testimonio de vida en la dura piel de sus piedras.
Cuando la breve primavera o el rápido otoño dan una tregua a las temperaturas extremas, merece la pena pasear por los pueblos admirando las fachadas de piedra, los escudos que adornan las claves de los arcos de entrada a muchas de las casas, o visitar los muchos monumentos que se yerguen orgullosos desafiando al viento. Perderse por las calles más antiguas, que se edificaron formando un círculo alrededor de la torre que protegía el camino, o de la iglesia, es toda una experiencia para quienes quieren disfrutar de un silencio que, a veces, impone por su densidad; pensar que en unas poblaciones tan pequeñas, a la sombra de casas centenarias, muchas de las piedras que vemos han contemplado el paso de los caballeros de la Orden de Malta, de los guerrilleros que atacaban sin tregua al ejército invasor de Napoleón o de las tropas Carlistas en su frustrado camino a Madrid, nos puede poner un ligero escalofrío en la espalda al comprender que en España cualquier rincón guarda, entre claroscuros, retazos de una historia en la que, sus protagonistas principales no fueron otros que nuestros familiares.
Por eso al hablar de historia, no me refiero solo a la que aparece en los libros, sino a la suma de pequeños testimonios que relataba al amor del fuego del hogar de leña, mi abuelo, que fue cantero y se dejó parte de la juventud en la guerra de África, o las que me narraba mi padre, albañil y también cantero, quien después de haber trabajado casi toda su vida en la capital, volvió a su pueblo para “entretenerse” tallando cucharas de madera o trabajando la piedra, como en su juventud, para después de elaborar escudos como se hacía “antes más”, terminar tallando la cruz de piedra del Barrio Bajo en recuerdo de la que arrancaron durante la guerra civil.
Cruz del Barrio Bajo de Castiliscar
Mi profesión me ha permitido conocer otras tierras llevándome desde Francia y Marruecos a las lejanas playas del Caribe y a los lujuriantes paisajes de la selva brasileña; pero para terminar de andar mi camino, para redactar las últimas páginas de mi leyenda personal, no me he querido quedar en aquello lugares que la gente adjetiva de maravillosos. He vuelto a mi tierra, a las Cinco Villas, en la que los paisajes conservan la invaluable belleza de lo sencillo, a esa tierra que guarda en sus gentes y edificios la herencia sobria de los guerreros templarios junto a la mezcla de lo musulmán con lo católico que parió el arte mudéjar, y aún conserva en su paisaje la huella salvaje de la tierra que vieron sus primeros pobladores. He vuelto a las Cinco Villas esa comarca en la que, si hacemos caso a las leyendas, todavía pueden oírse las canciones de las lamias en las noches de luna llena y que es, sin duda, el secreto mejor guardado de Aragón.
José Manuel Mójica Legarre, Castiliscar, Julio 2016
Fotos: José Ramón Gaspar
2 comentarios
Gracias por tus palabras Carlos. Cuando se escribe con el corazón no hay fallos.
Felicidades José Manuel. Es un precioso artículo que pone el acento en que el paisaje no lo es todo y son las gentes y su entorno el factor que realmente importa, ni paisajes sin gente ni gente sin paisajes.